Tren de Medianoche
Estoy sentado en un banco de este apeadero, en el suelo dos maletas y en mis bolsillos unos guantes negros de piel que calientan mis frías manos. Al toser a través de la bufanda, el vaho que exhalan mis pulmones se mezcla con la neblina que me rodea. Todavía estoy resentido del último catarro fuerte que cogí, 40 de fiebre y dos días en cama ¿o fueron tres?.
Me levanto para entrar en calor y hay tanto silencio que mis pisadas resuenan como el rítmico tic-tac de un reloj pegado en el oído, tal como lo hace el que está colgado de la marquesina del andén. Estoy solo aquí y más que me siento al no distinguir ni una estrella ni la luna de plata en este abismo que se levanta sobre mí.
Al acercarme a la vía, las luces de las farolas proyectan una difuminada silueta que se desvanece en la pálida obscuridad. Las paralelas vigas de acero muestran claros síntomas de herrumbre y hasta la madera de los travesaños parece podrida, más por el paso del tiempo y la humedad que por el paso de los trenes. Extrañamente no se perciben las huellas de las rodaduras de metal contra metal y me pregunto si no me habré equivocado de estación. Miro de nuevo el reloj y si no fuera por ese monótono sonido que emana de su interior, juraría que está parado porque creo que marca la misma hora que hace una hora.
Repentinamente crujen las maderas en lo que parece una lucha por no astillarse y una creciente vibración se comunica por el metal enrojecido. Al fondo se vislumbra un foco en medio de toda esta niebla, como la luz de un faro alumbrando el camino a través de la noche oscura. Me echo para atrás y veo acercarse la enorme masa de hierro emanando un chirrido ensordecedor.
Abro los ojos y salgo del trance hipnótico en el que me sumía, los oídos ya no me duelen y el único sonido que me rodea es el ronroneo metálico del motor esperando pacientemente la señal para devorar los kilómetros que le separan de su destino. Giro la vista una última vez hacia el gran reloj y ya no me sorprende ver que marca la hora exacta de la llegada de mi tren.
Son las 12 de la noche y el revisor me abre la puerta del vagón. Me mira con sus ojos vacíos y me muestra su burlona y eterna sonrisa mientras me invita a subir alargándome muy lentamente su delgada mano. Con este gesto me da la sensación de que ya me conociera, posiblemente conozca a todos los viajeros de este tren, mucho antes de que ellos mismos sepan siquiera que han de cogerlo. Al subir miro hacia atrás, me dejo el equipaje, pero comprendo que a donde voy poco me va a hacer falta y entrando por el pasillo noto un ambiente cálido y agradable, y al fondo oigo una música que me es familiar. Se cierra la puerta detrás de mí y el revisor apoya delicadamente su mano en mi hombro y me susurra unas palabras al oído.
Siempre llega puntual, es el tren sin paradas, que nunca se detiene ni nunca se retrasa. Billete de sólo ida para el último viaje en el tren de medianoche.
(De la serie: Cansado de pedir perdón)
Etiquetas: Cansado de pedir perdón
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