El Cementerio de las Palabras

Hoy de nuevo cerraremos los ojos esperando con devoción una nueva noche ártica y del negro más puro -no como el de la oscuridad sino como el del ébano-. Así nuestros pulmones se anegan en un sueño, que envenena y que sana. Sueños de noches árticas, que envenenan y que sanan. (Cierra los ojos. Escucha en la oscuridad como resuenan las cajas de música. Inténtalas parar.) Nacho Vegas

viernes, abril 20, 2007

La Maldad

Ando por los pasillos de una casa que me es familiar, que conozco, aunque juraría que es la primera vez que paso por ahí. En mi cabeza retumban imágenes de actos macabros y sangrientos que desearía olvidar.
Tres sujetos deformes y con una clara deficiencia mental están descuartizando un cadáver, lo que queda de un ser humano. Mientras se ríen a carcajadas, uno de ellos, el que parece el líder y es el más grande de este trío de la muerte, está serrando algo del cuerpo mutilado con la hoja de una sierra oxidada. Se están riendo tanto que el líder comienza a orinarse encima y el líquido que se le escurre por entre los pantalones acaba mezclándose con toda la sangre que cubre el suelo. Yo contemplo esta dantesca escena desde un lugar privilegiado de silencio y anonimato hasta que el jefe levanta lentamente la cabeza y fija sus envilecidos ojos en mí.
Continuo caminando entre las habitaciones y corredores hasta que me detengo ante una pared de ladrillos. No parece pertenecer a la misma construcción que los demás tabiques o muros, se ha levantado posteriormente. Empujo la pared intentando hacerla ceder para que caiga.
Los tres psicópatas encontraron la muerte en una operación policial de captura, aunque las causas no quedaron esclarecidas. Desde entonces ha pasado mucho tiempo y ya nadie se acuerdo de todo lo que pasó… pero yo sí.
La pared por fin cae y de entre el polvo aparece lo que debería representar la última habitación de esta casa. Todas la paredes están destrozadas, con el papel hecho jirones y colgando, no hay muebles, las ventanas están tapiadas y el suelo repleto de escombros y polvo almacenado durante décadas. Cuando el silencio comienza a hacerse paso entre el espacio, un ligero ruido llama mi atención. En la pared de enfrente hay una pequeña grieta de la que sale una antigua cañería de plomo. Aunque está condenada aún sigue manando un hilito de agua que se derrama creando una enorme mancha verde de moho que se interrumpe en el suelo. Ahora percibo el penetrante olor a humedad que encierra esta misteriosa habitación. Observo el recorrido del agua y veo que se filtra a través de un hueco entre las baldosas del suelo. Oigo el repiqueteo de las gotas en un lejano y profundo eco bajo mis pies. Un escalofrío recorre toda mi espalda hasta la nuca y comienzo a generar conclusiones en mi cabeza que todavía no soy capaz de comprender.
Me levanto y con los pies dibujo semicírculos barriendo los escombros del suelo. Estoy buscando algo y al fin lo encuentro. Es una trampilla de madera. Localizo una argolla que hace las veces de tirador, me detengo un momento aguantando la respiración y tiro de ella hasta lograr abrir un agujero de insondable negritud delante de mí. Localizo unas escaleras que descienden justo en el momento en que una bocanada de olor a muerte y podredumbre satura mi olfato hasta casi hacerme vomitar. Por unos instantes me quedo sin respiración pero consigo no perder los nervios. Poco a poco consigo recuperar el orden de mi pulso aunque ese olor penetrantemente ácido no desaparece y se adhiere a mí como si se derramara sobre mi cabeza. Esta trampilla debería hacer años y años que no se había abierto antes. Saco una linterna de un bolsillo y me preparo a bajar por las escaleras con un nudo en la garganta y el corazón en un puño.


No he hecho más que bajar unos tres metros y me percato de que la linterna no sirve para absolutamente nada. La oscuridad es tan penetrante y densa que la mortecina luz que emana la bombilla se desvanece apenas se aleja de la óptica. Dejo de moverme atemorizado y un silencio tan sepulcral invade la apestada atmósfera, que soy hasta incapaz de escuchar mis propios latidos. Quizás estoy tan aterrado que mi corazón ha dejado de bombear sangre. Y entonces, el silencio se rompe con lo que parece un chapoteo que emerge de algún lugar indeterminado de la nada. Y un terror a algo que no conozco me invade, aproximándose a rápidas zancadas allí abajo. Entre el agua. Esa agua que chorreaba de la tubería del piso de arriba. El terror que me embarga es a algo más terrible que la simple muerte. Entonces es cuando reacciono, espero que no demasiado tarde y subo a trompicones por la escalera hacia la salvadora luz. De un salto consigo auparme a la planta superior y en un último esfuerzo cierro la trampilla a tiempo, con un ruido seco. Y de repente, un estruendo atroz producido por el choque de algo contra la madera de la portezuela consigue despertar mi mente anestesiada. Ahora empiezo a entender todas esas ideas que pasaban por mi cabeza y me doy cuenta de que soy el único que se acuerda y que puede acabar con todo esto. Aún no sé como pero habré de encontrar la manera.
Y en mi mente aparece de nuevo aquella pesadilla, aquellos ojos enloquecidos que me descubrieron entre la sangre, las vísceras y las desquiciadas risotadas haciéndome entender que allí abajo se oculta un horror inimaginable. Allí se ha recluido esperando sin prisa, alimentándose del tiempo y del olvido, el alma de aquel repugnante ser. Allí abajo anda deambulando la peor de las pesadillas que pueda alguien imaginar. Es el dolor infinito, lo más perverso, la maldad en estado puro que ha regresado para tomarse su revancha.

Etiquetas: